Estaba pensando en el advenimiento de India el Xargall da Silva (la pastora de Brie que llegará el viernes a casa, creo) y en la indudable decepción que sentirá al ver el apartamento. (El parque de Berlín la pasee en su seno y nuestro más que previsible cariño le proporcione el calor de gas natural)
Cuando, eso de los 3.300.000 parados, que si los ponemos uno detrás del otro, ya tenemos el camino de Santiago hecho (no creo que a Prisciliano le parezca bien, aunque al apóstol, más próximo a los palios privados…). Parados a los que no hay que descartar sumarse un día, sin hacer camino alguno para el caso. Y en como ese día pienso (ahora con el trabajo no tengo tiempo), quemar los bancos, promover la revuelta social y al cabo mandar al cadalso (y no al pueblo que frecuento del mismo nombre) a todos los neocon que nos han conducido al idem. ¡Viva el mal, viva el capital! oía cuando jugábamos con los Click de Playmovil, y los electroduendes mostraban quién mola y quien no.
En eso y en la canción para después de una guerra que le he prometido al Abate loco de Santa Maguncia y que no se lo va a creer, pero voy a rescatar el texto publicado en los Proscritos (http://www.losproscritos.com/, gracias Sulle), ahora titulado de otra forma y que sigue:
Asi que pasen 30 años.
Una mañana de Agosto, Antonio y Josefa se asomaron al altar, en una iglesia de Plaza de España. El sacerdote que les sorprendió ensimismados, convirtió su curiosidad en santo matrimonio. Aquella noche la pasaron en una pensión del barrio de Maravillas. El tenía 53 años, ella acababa de cumplir los 39. Ambos aparentaban esa edad.
La noche siguiente les cobijó un vagón de segunda, en el expreso de las Rías Bajas. Pasaron a continuación, toda la semana cortando hierba. Ella preparaba ponches de vino honesto con yema y azúcar. El apurando guadaña, resoplando con la hoz y viendo caer las gavillas de centeno, que entonces recibían otro nombre. A veces se apoyaba en el carro de las vacas, a veces no.
Volvieron cansados y al decir de todos, casados, a una casa de la calle Ángel Larra. Mientras carretas de grava inventaban la calle, ellos concibieron.
Les visitó la familia para tomarse unas fotos delante del aparador, que vestía el salón y cuando éste ya estuvo lleno de ellas, tuvieron un hijo.
La noche siguiente les cobijó un vagón de segunda, en el expreso de las Rías Bajas. Pasaron a continuación, toda la semana cortando hierba. Ella preparaba ponches de vino honesto con yema y azúcar. El apurando guadaña, resoplando con la hoz y viendo caer las gavillas de centeno, que entonces recibían otro nombre. A veces se apoyaba en el carro de las vacas, a veces no.
Volvieron cansados y al decir de todos, casados, a una casa de la calle Ángel Larra. Mientras carretas de grava inventaban la calle, ellos concibieron.
Les visitó la familia para tomarse unas fotos delante del aparador, que vestía el salón y cuando éste ya estuvo lleno de ellas, tuvieron un hijo.
Pues bien, como el hombre sólo piensa en perros y en la muerte (variante XXXII), aprovecho para cruzar el escenario de puntillas, hacer una última reverencia, decir la última frase:
-Nadie llore. Soportemos la preciosa aportación de lágrimas, en los párpados.
Fin.
Sale, perseguido por un oso.
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