domingo, 16 de agosto de 2009

LAS CRONICAS BERLINESAS I







Boris Catilina Pasternak, era negro, de caracter amable, vino en una caja destinada a un motor, de un salón náutico de Barcelona. Nació allí. Fue uno de mis gatos más singulares. Se traía a otros gatos (o gatas negras) a dormir a casa sobre el sofá, mientra él, pobre, tan parecido a su dueño, dormía debajo.
Boris Pasternak es el conocido autor de una única novela, Doctor Zhivago, que sufrió una morrocotuda historia de secuestros por parte de la KGB. No creo que eso le valiera el Nobel, sino su poesía, el contacto con la de Anna Ajmátova y María Tsvietáieva.
El caso es que estamos cenando en el Pasternak, restaurante ruso-judío en mitad del Mitte (que es redundancia) y no dejo de mirar a los retratos de la pared y de recordar éstas y otras historias (entre Blinis y Stroganoff).
Ha sido nuestro primer viaje low cost de verdad (desconocía que no se asignaran asientos y que se embarcase por orden de tarifa pagada, así que entramos de los últimos). El vuelo se nos hizo bastante pesado y eso que a Berlin sólo hay tres horas...
Pero nos esperaba Prestell, con retraso y con sus chancletas plif-plof, de calidad alemana y muy poco usuales sino fuera porque estamos en plena ola de calor (no hemos bajado de los 28º y nuestra amiga Andrea hoy ha sudado por primera vez en esta ciudad, desde que tiene uso de razón).
Hemos atravesado por unas zonas de vegetación donde, hasta el conde de Greystock podría haber pasado desapercibido al menos dos meses. A continuación el metro berlinés a puesto a prueba nuestros conocimientos acerca de las combinaciones algebraicas de itinerarios ( de grupo, individual, por horas, por días o por trayecto). Siempre con la ligera sospecha de estar realizando el recorrido del revés, hemos aterrizado, ahora sí, en la Alexander Platz, donde el hombre salchicha, que por todo puesto lleva un arnés sobre el que descansa una barbacoa llena del preciado embutido, panes, servilletas, ketchup (variedad con curry), moutard... se cubre la cabeza con una minúscula sombrilla y te sirve y te cobra. Nosotros que ya estábamos trasegando unas Pils de medio litro (si devuelves los cascos te abonan 20 cent. por cada uno y sino lo haces, realizas una labor social, en seguida los retira un señor, que parece necesitado a juzgar por la cantidad de parches que luce su mochila de cuero).
La Alexander es un referente de la adolescencia, aquel lugar que describió Döblin y sobre cuyas andanzas de Biberkopf, tomábamos té con galletas al final de la tarde y no parábamos de charlar, Prestell y yo.
Llegar a la Alex, adivinar por dónde transcurría el muro... arrastrando nuestros equipajes de mano.
Le he pedido al camarero 4 vodkas, pero finalmente sólo ha traído uno. Hablamos con él, se llama Carlo y es Macedonio. En realidad se llama Hailas, pero éso en alemán es impronunciable, nos aclara. Andrea explica que no se suelen aceptar visas sino pertenecen a un banco alemán y a veces, ni ésas. De todas formas Carlo la acepta (tampoco es de aquí, como nosotros). Llegamos andando a la nueva sinagoga, protegida por la polizie (una mujer corpulenta, amable y alemana) y me pregunto por qué se vuelve al lugar donde se ha sido infeliz mientras nos entrega un folleto que informa de las horas de visita.
Empiezo a hacerme más preguntas mientras llegamos, madrugada, a la Opitz Strasse. La eficiencia hace que las farolas alternen un punto y otro de la calle con su iluminación, mortecina sin duda para los estandart que manejamos del otro lado del espejo.
Dentro de la casa, Prestell apaga/enciende las luces y gradua su intensidad con un mando a distancia...



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