Ha salido de las sombras de su hogar, casi en la esquina de la calle. Con la elegancia de una estatua, empuña el mocho escurrido. No la acompaña cubo alguno. El balcón es de hierro, diminuto. Debe ser la tercera planta. Ha hecho las camas, recogido el desayuno, ha despedido a los suyos en la puerta y ahora pasa la fregona. Como una heroína en bata, se enfrenta a la escarcha de la mañana. Eso es todo.
Y no sé cuántos son sus hijos. Uno no ha abandonado aún la casa, otro posee un piso con balcón. Algunos domingos los sienta a la mesa. Abre para todos, una lata de berberechos. Ellos fuman cigarrillos rubios, se van tras el café.
Cuando vuelva agosto veraneará en Benidorm. Lo hace siempre.
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